Hola a todos, hoy tengo un bloguero invitado muy especial con un tema que nos hace reflexionar sobre el verdadero desequilibrio de poderes que existe en Colombia. Léanlo y medítenlo. Espero sus comentarios.
¿Equilibrio de Poderes?
Por: Hugo
Fernando Bastidas Bárcenas
Consejero de Estado, Sección Cuarta
Existe un debate sobre lo que debe entenderse por
equilibrio de poderes, con ocasión del trámite del Acto Legislativo que reforma
la Constitución de 1991, y que se ha denominado justamente una reforma para el
equilibrio de poderes[1].
En este breve espacio, quiero plantear un punto de
vista un tanto diferente, pero espero que sirva como un marco general de
reflexión sobre la cuestión relativa al equilibrio de poderes.
En efecto, la primera pregunta importante es:
¿existe la necesidad en Colombia de hacer un equilibrio de poderes? Es decir,
¿hay acaso algunos poderes más poderosos, valga la redundancia, que otras
instancias y que eso hace que en Colombia no podamos todavía disfrutar de un
verdadero Estado Social de Derecho?
La respuesta es afirmativa en ambos casos. Lo
explico:
Por lo menos, existen tres grandes poderes que
pretenden gobernar las sociedades, pretenden dirigirlas, pretenden no
propiamente conducirlas a la felicidad, sino más bien a la constante
expoliación.
Uno de esos grandes poderes es, sin duda alguna, el
poder económico, que circunscrito ahora en el amplio marco de la globalización
y el neoliberalismo, pretende sacar el máximo provecho tanto de los recursos
físicos como del trabajo humano de cada país. Este poder tiene alianza con los
otros dos poderes que gravitan sobre la comunidad, que son el poder ideológico
y el poder político. Si hubiese, digamos, un auténtico capitalismo democrático
habría más inclusión e igualdad.
Hace poco, el diario El Tiempo, una de las voces más
influyentes del poder económico colombiano, dice, con sinceridad, que el 78 por
ciento del trabajo de los adultos mayores está en la economía informal. Fíjese:
la mayoría de los trabajadores informales que pueblan las calles de las
ciudades colombianas son ancianos: pobres, sin pensión, sin seguridad social
digna.
Eso es una muestra de lo que digo: el gran poder
económico está totalmente en manos de unas pocas empresas, de unas pocas
familias y de unas pocas multinacionales. Como se sabe, Colombia suele mostrar
la escalofriante cifra de 19 a 20 o 21 millones de pobres, pobres, de 45
millones de habitantes. La revista Humanum,
en un artículo que se encuentra en internet, dice que el 60 por ciento de los
pobres están solo en tres países: Brasil, México y Colombia. Y que la paradoja
está en que esos países no son los más pobres, sino los más ricos en recursos y
que muestran crecimientos económicos sostenidos.
En Colombia, el poder económico está concentrado en
pocas manos y no es para nada inclusivo. ¿Necesitamos entonces una reforma
constitucional que por fin fortalezca las normas para atacar la desigualdad
económica y disminuir la concentración de la riqueza? Me parece que sí, pero no
tengo a la vista ningún acto legislativo que tome en serio este problema. No sé
si después de las conversaciones que se surten en La Habana vayamos a ver
proyectos de reforma constitucional que corrijan el desequilibrio del poder
económico en Colombia.
Fuera del poder económico, que se apodera de los
medios de producción y, por ende, de los medios de comunicación (medios que a
duras penas registran superficialmente la realidad colombiana con análisis
carentes de profundidad), está el poder ideológico. Este poder no es otra cosa
que el interés de ciertos núcleos sociales de darle a la comunidad una visión
cultural, espiritual o metafísica, según las creencias y los valores que
profese quien ha logrado tener la posición de educar, de enseñar, de formar a los
colombianos. Los colombianos somos generalmente educados, los que logramos
educación, por la iglesia católica, por laicos profundamente adoradores del
librecambismo, o por los profesores del Estado, que suelen profesar de dientes
para afuera la ideología llamada del izquierdismo latinoamericano, que incluso
originó esa obra mordaz llamada el Manual del Perfecto Idiota Latinoamericano.
Este poder ideológico no es muy innovador. Suele reiterar y reiterar desde
distintos puntos de vista discursos muy consabidos, peroratas insulsas sobre la
realidad colombiana, pero rara vez tiene capacidad para producir verdaderos
cambios.
El poder político es el otro poder absolutamente
notorio en la vida social de un pueblo. Este poder engloba propiamente al
Estado, pues el Estado es la expresión jurídica de la política. En su dimensión
de creación normativa, la política nos da la ley. La política como instrumento
para aplicar esas leyes y conferir o conceder o garantizar los derechos
fundamentales de los ciudadanos nos daría el poder ejecutivo.
Y la política, como el diseño del sistema de
solución del conflicto de intereses, nos daría el poder judicial. Cuando
decimos, entonces poder político, no nos estamos refiriendo solamente al poder
legislativo, sino a todo lo que envuelve el aparato estatal, aparato gobernado
por la Constitución, supuestamente. De ahí que la Constitución justamente se
llame Constitución Política y que toda reforma a la carta sea una reforma
política, así toque exclusivamente a la Rama Judicial, pues se trataría de
diseñar o rediseñar las políticas públicas que necesitamos adoptar para mejorar
eso que llamamos justicia.
El poder político es el más fuerte y a su vez el
más débil de todos los poderes que se baten sobre la comunidad o el pueblo. El poder
político es el más fuerte porque, en un momento dado, el poder político,
legisladores, presidente, ministros y jueces pueden lograr que el poder
económico sufra cambios tendientes a conceder mayor igualdad social y a
configurar un verdadero capitalismo democrático, si es que eso existe. En
efecto, reformas constitucionales y leyes sobre reforma agraria, reforma
financiera, reforma urbana, seguridad social, etcétera, podrían lograr que el
poder económico cambie sus costumbres y el poder ideológico justifique esos
cambios en favor de la comunidad. Ya lo anticipaba Aristóteles: los buenos
legisladores deben legislar con base en las buenas costumbres para que la ley
pueda, a su vez, instaurar más buenas costumbres.
Pero el poder político también es débil. Generalmente,
el poder político no es libre. Los agentes políticos suelen responder a los
intereses del poder económico y suelen también agruparse mayoritariamente
alrededor de la cultura prevaleciente. De todos esos tres poderes a los que me
vengo refiriendo, insisto, el poder político, que debería ser el más sólido, es
el más deleznable.
El poder económico no puede ver fuerte al poder
político y una manera que tiene para debilitarlo diariamente es la técnica del
desprestigio. Y como tiene dicho poder económico poderosos voceros en la
televisión, en la radio, en la prensa, en el cine, la tarea le queda fácil. De
ninguna manera se trata de decir que los agentes políticos son ángeles en manos
de maléficos y voraces agentes económicos. No. Lo que sí se ve es que las
debilidades institucionales y las debilidades morales de los hombres que hacen
parte de esas instituciones políticas son generalizadas, amplificadas y
extendidas a todas las instancias políticas que se muestren amenazantes de los
intereses instituidos. Si a eso se suma la incapacidad proverbial del Ejecutivo,
del Legislativo y de la Rama Judicial para sacar adelante reformas que
fortalezcan la institucionalidad del país, Colombia no podrá contar por
generaciones con un poder político verdaderamente incluyente, polifacético y
eficaz para comandar a la sociedad hacia ese anhelo humano llamado prosperidad.
Si me preguntan ahora si existe o no en Colombia
desequilibrio de poderes yo les respondo que sí. El poder estatal, que debería
ser fuerte, es débil. El poder económico, que no es que tenga que ser débil,
pero sí sometido a la Constitución y a la ley y dirigido hacia la igualdad y
hacia la inclusión y no hacia la depredación de bienes públicos y del trabajo
humano, es un poder muy fuerte y definitivamente excluyente. Y el poder
ideológico, como el de las universidades, las escuelas, las academias, los
foros, suele ser un poder totalmente permeado por intereses egoístas,
tremendamente burocratizado, sindicalizado, corporativista y, por ende,
dedicado más a salvaguardar las prebendas y los intereses de la llamada clase
intelectual, que a proponer soluciones innovadoras.
En la sociedad colombiana, ese es el verdadero
desequilibrio de poderes.
Ahora, si me dicen que me concentre en el estamento
político de la sociedad y que opine si en Colombia el poder legislativo, en la
dinámica funcional frente o respecto del poder presidencial o el poder judicial,
tiene más o menos poder que los otros dos y si debería ser, en todo caso, el
poder judicial más fuerte que los demás, pues digo que todo eso se me antoja
una visión estrecha de la realidad colombiana.
Pero ya puesto en situación, siempre he dicho que,
por ejemplo, ante la nula eficacia de la Comisión de Acusaciones para
desempeñar su trabajo, el Estado colombiano generó un gran desequilibrio de
poderes, pues los magistrados de Alta Corte y el Presidente de la República
quedaron sin un verdadero juez que los vigile y juzgue. El Congreso, en cambio,
quedó bajo la vigilancia de la Procuraduría, de la Corte Suprema de Justicia y
del Consejo de Estado y eso, es notorio, generó un evidente desequilibrio de
poderes.
Ahora bien, los procesos constituyentes son eso:
procesos. No terminan con la expedición de una Constitución. Recién empiezan
cuando se promulga una, con mayores veras cuando esa Constitución tiene que ver
con un país convulso, cambiante, joven, desigual y en constante configuración
institucional.
Los procesos constituyentes auténticos suelen
hacerse durante varias generaciones. Los 21 años, que es lo que lleva la
Constitución de 1991, son los años de prueba de esa normatividad. En lo que
atañe a la relación político - jurídica entre los tres poderes públicos y las
cuatro Cortes no pasó la prueba. Es más, el anaquel que soportaba todos esos
poderes pudo haber estado sólido a partir de las normas iniciales de 1991. Pero
llegó la reelección de un presidente y debilitó por completo el árbol que
sostiene las Ramas del Poder Público. Dicha reelección mostró pronto que el
delicado y sutil equilibrio de los poderes públicos iba a alterarse, pues los
intereses del Congreso iban a chocar con los intereses de la justicia, así como
los intereses del Gobierno iban a golpearse contra, no tanto el Congreso, que
suele comer siempre de la mano del Presidente, sino contra el andamiaje
judicial.
La solución que se adoptó finalmente en el Congreso
de la Republica, como lo ha dicho el Consejo de Estado, es insuficiente. Pero
no porque en la Constitución deban existir normas dizque para reducir la
congestión judicial o para garantizar el acceso a la justicia, como
contradictoriamente se propone. Sí, toda propuesta de más acceso a la justicia
va a implicar congestión judicial. Eso entendido como lo solemos entender los
colombianos. Más acceso a la justicia es más acceso formal, esto es, más
acciones judiciales o más, como se llaman ahora, medios de control, que no son
propiamente maneras adecuadas para irradiar auténtica justicia.
Lo que digo es que muchísimas mejoras al
funcionamiento del aparato judicial se deben hacer sin necesidad de cambiar la
actual Constitución. Solo cumpliéndola y cumpliendo las leyes que ya existen
con alguno u otro cambio, podríamos mejorar los tiempos para dictar las
sentencias, inclusive, mejorar su calidad.
Otra cosa es el gobierno de la Rama Judicial y la
designación de magistrados y las funciones de las altas cortes. Insisto, esto
es una cosa de la política, de la alta política. Y claro, en principio, en un
escenario republicano, los tres poderes públicos deberían ponerse de acuerdo
para hacer reformas en estos niveles. Pero he notado que esto es un imposible.
Aunque las Cortes suelen hablar de la necesidad de
cambios y de que, incluso, bien pueden prescindir de las llamadas funciones
electorales que tienen, lo cierto es que el sector judicial suele ser refractario
a los cambios. Hagamos autocrítica y reconozcamos que nos encanta eso que
llaman el “gatopardismo”: que todo cambie para que todo siga igual, y como todo
va a seguir igual entonces mejor no hagamos nada. Lo digo porque nunca he visto
un proyecto bien sustentado, bien equilibrado, promovido por las Cortes ante el
Congreso para autoreformarse y generar un auténtico equilibrio de poderes.
Finalmente, la preocupación más fuerte que tengo en
relación con la cuestión de la Comisión de Aforados o el Tribunal de Aforados es
la norma según la cual, por virtud de la Constitución, los magistrados de la Corte
Constitucional, la Corte Suprema de Justicia, el Consejo de Estado y el Fiscal
General de la Nación son inmunes, salvo que se demuestre que las providencias
se dictaron como producto del prevaricato o para favorecer intereses propios o
ajenos. No digo que no deban ser inmunes estos altos funcionarios frente a
controles sobre la propia providencia judicial. La esencia de la independencia
judicial radica en que el juez es justamente libre para entender racionalmente
la ley, el precedente, que es una ley más, para aplicarlo al caso. Eso es la
sujeción del juez al imperio del derecho y de nada más. Mi queja es que esa
inmunidad se debe predicar de todos los jueces. Todos los jueces deben estar
cobijados por esa inmunidad y no solamente los altos funcionarios judiciales.
Ahora bien, eso no significa que los jueces sean
inmunes al Código Penal, en cualquiera de los niveles y jerarquías. Lo único
que debe ocurrir es que, en efecto, una instancia judicial de pares juzgue a
los pares.
En síntesis, Colombia es uno de los países que
muestra un grave desequilibrio entre todos los poderes de facto, que no por eso
son débiles. Son muy poderosos. Que la Constitución logre mantener un relativo
equilibrio entre las iniciativas y los campos de acción del poder económico, el
poder ideológico y el poder político sería un avance. Pero da la casualidad que
para lograr eso lo que hay que fortalecer es el poder político, puesto que el
poder del Estado, que encarna las políticas públicas, es el encargado de
modificar los comportamientos, en orden a lograr una sociedad más incluyente y
menos depredadora de los bienes de la naturaleza y de la propia dignidad
humana.
Y, por otro lado, no debemos asombrarnos ni
escandalizarnos de que necesitemos revisar continuamente la Constitución para
ajustar la armonía y el equilibrio que debe haber entre las ramas del poder
público. Se trata de un juego de ensayo y error. El poder judicial debe estar
siempre atento a promover reformas proactivas y desprovistas de intereses
corporativistas, eso de que el poder judicial es de los jueces y para los
jueces. Pues este lema termina a la larga generando desequilibrios
institucionales.
No soy casi nunca optimista frente a los cambios
normativos cuando se advierte que suelen introducirse de forma improvisada, a
pesar de que el problema sea de vieja data. Solemos diagnosticar bien el
problema, pero improvisar la solución.
[1] El texto fue elaborado para
una conferencia sobre el tema, que se llevó a cabo en el Tribunal Administrativo
de Cundinamarca antes de que se aprobara el Acto Legislativo 02 del primero de
julio de 2015, “por medio del cual se
adopta una reforma de equilibrio de poderes y reajuste institucional y se
dictan otras disposiciones”.
Comparto análisis del señor Consejero de Estado, doctor Hugo Bastidas Barcenas sobre la existencia de un desequilibrio de poderes, siendo uno de los más afectados el de la Rama Judicial. Sin embargo es muy poco saber el adelanto de investigaciones que se hayan adelantado en torno a la relación Economia-derecho-Constitucion Política, para determinar si el régimen constitucional económico estructura un determinado modelo económico o permite con las herramientas que diseña lla coexistencia de uno o más modelos económicos. Se habla de neoliberalismo pero también de keynisianismo, pero con las cifras acertadas que cita el doctor Bastidas, parece que se acentúa el neoliberalismo. He allí el debate de la constitución económica para que visionemos la materialización de La Paz en la etapa del pos conflicto.
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